Cada vez que la tecnología aporta un valor al periodismo, suelo admirarme de las increíbles peripecias que hacíamos 50 años atrás para llevar las noticias al público.
Si cubríamos las caravanas electorales, a veces durante todo un fin de semana, transmitir las noticias y las fotos constituía una proeza, pero no lo sabíamos.
Los fotógrafos llevaban sus rollos de películas con espacio para unas cincuenta tomas y, al agotar uno o más cartuchos, los envolvían en una cinta de esparadrapo, le ponían un número y escribían el lugar de las fotos.
Aprovechábamos las líneas más conocidas de vehículos o buses de pasajeros para remitirlas a la capital, confiados en que llegarían a su destino. Por fortuna, nunca nos fallaron.
Como no había teléfonos celulares, teníamos que detenermos en una oficina de la compañía telefónica, o en la residencia de algún usuario, que no eran muchos, y solicitar el favor de una llamada al periódico para dictar las notas de la actividad del día.
Para los camarógrafos de la televisión, la tarea era enviar los “casettes” de sus filmaciones, tanto por tierra como por aviones, si estaban en el exterior, y trasmitir sus noticias por teléfono.
En el terremoto de Managua, en 1972, yo me valía del equipo de radioaficionado que instaló la misión militar dominicana de asistencia para trasmitir a la Defensa Civil, mientras un reportero de la capital grababa mis impresiones.
Para mandar las fotos íbamos al aeropuerto Las Mercedes, de Managua, a procurar los aviones militares que, de tiempo en tiempo, tocarían Santo Domingo, usando el mismo procedimiento.
Afortunadamente, con este sistema trabajamos sin dificultades durante muchos años porque no teniamos internet, celulares ni aplicaciones tan revolucionarias como las de la Inteligencia Artificial.
Pero los lectores nunca imaginaban, pienso yo, cómo esas noticias llegaban hasta la mesa del desayuno cada mañana por tan solo 10 o 15 centavos.
Para entonces, los medios impresos eran los que capitalizaban la difusión de noticias confiables, más que la radio noticiosa, que estaba en ciernes.
Sus ediciones, que solían ser de más de 60 páginas promedio diario de tamaño sábana, ofrecían un panorama muy amplio de las novedades nacionales y del mundo, pese a tales precariedades.
Todavía me pregunto: ¿Y cómo pudimos hacer tanto, en tiempo oportuno, con las coberturas más amplias y exigentes, para satisfacer las necesidades de nuestros lectores?
✍️Stewar García